San Ramón

Ramón González gastó el dinero de su retiro en la construcción de un mausoleo azul, que resaltaba entre la grisácea arquitectura del cementerio. 

No era el más grande, pero  sí el más vistoso. Tenía en el centro un altar adornado con flores de plástico que asemejaban lirios y azucenas, y una guirnalda alrededor de un retrato a color de sus años mozos, sobre un mármol que enunciaba: “RAMON GONZALEZ  ilustre varón de San Pelayo”. En la parte inferior de la losa, un espacio reservado para poner las fechas de nacimiento y defunción; trabajo que le había prepagado al lapidario, para que las esculpiera cuando llegara el momento, sin desconfiar de que ese mármol se quedaría así para siempre.


Ramón llegó joven a la fría capital, con la intención de estudiar en la universidad pública, pero consiguió un puesto como oficinista de bajo rango en la maraña burocrática del distrito capital, y ahí se quedó por el resto de su vida productiva. Al principio subsistió de la renta que le enviaba su madre, hasta que murió de vieja en su pueblo natal.

Vivía solo, en un inquilinato cerca de su oficina. Eso le facilitaba ir y llegar de su trabajo, caminando. En los periodos de vacaciones, buscaba la forma de quedarse trabajando, casi siempre reemplazando algún colega, que le retribuía en dinero el favor.

—No me gusta viajar, eso es peligroso y caro. El mundo y sus movidas las conozco a través de la revista mensual “Reader's Digest”—decía cada vez que su jefe o algún colega le sugería tomar las vacaciones acumuladas. Otro hobby, además de coleccionar la revista, era la heráldica. Se congraciaba con sus jefes y colegas más próximos, dibujando el escudo de armas correspondiente a su apellido. Tenía en su pieza en un retablo grande protegido con vidrio; el escudo de armas de su apellido: ”González”, el cual enseñaba con ínfulas, a la casera del inquilinato o a las pocas personas que alguna vez les permitió la entrada a su guarida.

En la oficina era puntual y pulcro en su apariencia. Se afeitaba con esmero, usaba gomina en el pelo y vestía siempre de negro, por lo que sus colegas con disimulo se mofaban diciendo, que tenía el mismo traje desde hacía veinte años. Evitaban integrarlo a algún acto social, para evitar oírle la misma disertación: 

—Yo soy línea directa del marqués de san Jorge —decía, después del primer whisky, aunque nadie le preguntara ni le importara su abolengo.  Una vez llevó a la oficina un cartapacio de papeles ajados de viejos registros bautismales y actas notariales, que él había descifrado para armar su árbol genealógico que lo conectaba a él, con el Marqués de san Jorge a través de trescientos cincuenta años de prole.

En los días previos a su jubilación, asistió al funeral de un colega mayor, que tres meses después de su retiro, se murió de tedio. No se imaginó que esa caminata por el cementerio, lo llevaría a urdir el plan más trascendental de su vida. Después del entierro, se permitió un paseo por la alameda que circundaba los panteones más pomposos. Observó con fascinación como algunas personas rendían tributo a un insigne prócer que yacía en un majestuoso mausoleo.

Sentía que el mundo le debía una retribución, y decidió que el modo de hacer justicia era construyendo un monumento que todos vieran en la posteridad, y que lo veneraran como a un santo para reivindicar lo mal que el mundo lo había tratado durante su mediocre vida.

Los colegas más próximos, advertían un repentino entusiasmo en Ramón, durante el proceso previo a su jubilación, como si tuviera afán de salir, como si eso de estampar matasellos y lidiar con cartapacios y archivadores ya no fuera lo suyo.

¿Cómo era posible?, si prefirió eso, a salir de vacaciones, durante toda su vida.

Por fin se vio libre, para emprender su gran proeza. Compró un lote equivalente a seis tumbas, en el sendero de la alameda y contactó a un constructor de mausoleos que se anunciaba en el periódico y le dio instrucciones sobre la estética que tendría su monumento. Tres semanas después, el albañil que se anunciaba como arquitecto de mausoleos, terminó el encargo.

Los difuntos que pudo haber honrado, estaban enterrados a cientos de kilómetros, en su natal San Pelayo, un cálido y lejano pueblo en el Caribe. Sin embargo se hizo asiduo a ese cementerio, para honrar su obra vacía, ocupando así sus horas ociosas de hombre jubilado.

Un día volvió a contactar a su arquitecto de mausoleos, para ordenarle una mejora que se le había ocurrido, al ver monumentos inspiradores en su colección del  “Reader's Digest”, y dejó de ir durante una semana, que fue el tiempo estimado para ese trabajo.

En la pensión, la molicie lo agobiaba, pero esperó con ansiedad.

Sesenta y cinco años cumplió aquel día, pero ni siquiera él lo tuvo en cuenta. Salió con tanta prisa, que olvidó su cartera, donde cargaba su identificación y algo de dinero. Llegó a las diez, a comprobar su encargo: que el techo reposara en dos columnas frontales, como las del templo de Artemisa, pero también pintadas de azul, para hacer juego con el resto del monumento.

Nadie que pasara cerca, era indiferente ante aquel armatoste. Cuando Ramón se percataba de las miradas furtivas hacia su monumento, sentía regocijo, por ser el artífice de una obra que causaba tanta admiración.

—Ahora sí es un mausoleo digno! —se dijo a sí mismo aquel día, contemplando la obra concluida, con un gesto de complacencia, sin temer ser oído por devotos que iban y venían de rendir tributo a sus difuntos.

“Como de un santo varón”, pensó en voz alta, absorto en su contemplación,  mientras miraba su retrato, de treinta años más joven.

Una mujer con cara de aflicción, que sostenía una camándula y rezaba en una tumba contigua, lo oyó, pero en su oído solo hizo eco la palabra “santo”. Interrumpió su rezo y se le aproximo con cierto recato.

— ¿Es un santo? —le preguntó, manifestando angustia en la mirada. 

—Si —titubeo Ramón, ante la inesperada pregunta.

La mujer se situó también de frente al mausoleo, leyó mentalmente la inscripción del mármol. 

—A éste San Ramón, no lo había oído mentar —dijo la mujer, pero tiene cara de milagroso —mientras se persignaba y disponía su camándula para empezar un nuevo rosario.

Ramón la acompañó en silencio, tratando de disimular su perplejidad.

La mujer rezaba con tal devoción, que algunos transeúntes, se santiguaban al pasar, mirando con curiosidad el nombre del venerado, en la losa de mármol. Al terminal el rosario la mujer ya estaba acompañada por otras tres piadosas que también se santiguaron cuando ella terminó.

Aquella tarde, Ramón caminó más despacio que de costumbre, ese “Sí”  que le respondió a la mujer, se le reproducía en su mente como un estribillo. 

Las causas, azares o un hado de buena ventura lo habían llevado a ese momento ineludible, en el que solo tenía que decir “Sí”, y del resto se encargaría el destino. Había dado la respuesta más importante en su vida, y por la cual ya podía aceptar con tranquilidad su muerte.

Salió del cementerio hacia la parada del  autobús que lo llevaría de regreso a su posada, pero iba tan absorto, imaginando su magnificencia que no advirtió la señal ni el tráfico de la avenida, un taxi lo embistió de frente y aunque Ramón reaccionó con sus manos sobre el capot del coche, el choque lo tiró con fuerza y él cayo de espalda.

Algunos curiosos acudieron en su ayuda, y mientras el taxi se fugó, lo levantaron y lo recostaron al lado de la avenida. Cuando llegó la ambulancia, ya estaba en sí, pero aturdido. El paramédico que lo valoró, no le encontró heridas visibles, solo una magulladura en la espalda y una contusión en la cabeza, sin embargo su mirada estaba dispersa y no respondía ninguna pregunta, ni siquiera con monosílabos, por lo que intuyo que podría ser sordo o mudo, o sordo y mudo.

En el hospital, nadie se presentó a reclamarlo ni mucho menos a firmar el pagaré, y el susodicho paciente seguía sin recordar su nombre, por lo que el expedito procedimiento para deshacerse de él fue remitirlo el ancianato municipal. Aunque no era el más viejo, lo recluyeron en el pabellón de los que ya padecían demencia senil. Congeniaba más con Eugenio, el mayor de todos y el más dispuesto a escuchar sus pláticas incoherentes.

Durante sus coloquios con su único y nuevo amigo, progresó su lenguaje, y contaba sucesos como abstraídos de una maraña de pensamientos inconexos que no sabía si eran recuerdos de sus vivencias, de sueños o de historias leídas en sus tiempos de lucidez.

—Yo soy línea directa del marqués de San Jorge —empezó a decir de súbito, con tanta frecuencia, que los enfermeros se referían a él como San Jorge. Nombre al que él se acostumbró. 

Cuando murió Eugenio, asistió al entierro. Con el beneplácito de la regencia, los internos que quisieran asistir al funeral de un compañero, lo podían hacer, solo si podían caminar por sí mismos, para que los custodios solo tuvieran que estar atentos de que no se extraviaran de la procesión en el cementerio. Era la primera vez en tres años, que Ramón salía de aquel recinto, desde que fue internado.

Desde el día anterior, cuando murió su amigo, Ramón dejó de hablar, pero ésta vez por voluntad propia, reduciendo su interacción con el mundo a la básica comunicación que podía emitir con la cabeza, asintiendo o negando, cuando le decían algo. “¡Además de loco, ahora mudo!”, refunfuñó el enfermero, cuando los estaban organizando para ir al funeral. Ramón lo miró con indiferencia,  ya no valía la pena emitir palabra alguna, en un mundo que lo desoía. La única persona que lo escuchaba se había muerto y los demás lo trataban con desdén.

Durante el recorrido en el autobús hacia el cementerio, trataba de asociar lo que veía con sutiles recuerdos que se le presentaban, pero como oscuros nubarrones. Aunque hizo un gran esfuerzo, no logró nada, el mundo que veía del otro lado de la ventana del autobús, era como nuevo. Esa decepción reforzó su actitud pesarosa y taciturna en el recorrido del cortejo fúnebre, sin embargo en el cementerio, en el trayecto de regreso, sintió curiosidad por unas devotas mujeres que rezaban en torno a un mausoleo pomposo, a la derecha de un sendero circundado por una fila de frondosos álamos, que le daban al lugar un aire de solemnidad. 

Abstraído como por una alucinación, recorrió con los ojos los detalles del mausoleo; el altar, el retrato, las flores de plástico y la losa de mármol, y rompiendo su voto de silencio repentinamente, así como lo había iniciado, grito: 

—¡Soy yo, Soy yo, Ramón González! —señalando con el dedo su retrato en el centro de ese mausoleo azul, causando tal alboroto, que la comitiva se detuvo en torno a él mirándolo con cara de desconcierto. Un custodio le echó mano, tomándolo de los brazos por detrás, mientras el enfermero le inyectó un sedante intravenoso en el brazo, y llevado en hombros reanudaron su procesión de retorno al autobús, mientras las devotas mujeres del panteón, se santiguaban y reanudaban sus rosarios, a San Ramón, un insospechado santo varón que desde hacía tres años yacía en ese mausoleo y se rumoraba que era milagroso.

Cuando despertó en el ancianato continuó su proclama, diciéndole a todo el mundo que él era Ramón González, y que era el dueño del mausoleo azul.

Arguyendo que con esos desvaríos, alteraba la tranquilidad de los demás internos, la regencia del ancianato tramitó el traslado a un centro psiquiátrico de caridad. 

—Ahí es donde me tienen que enterrar, cuando muera —le dijo al enfermero que lo acomodó en una silla de ruedas.

—Y porque no en la iglesia, con los santos obispos —Contestó éste, mientras le inyectaba un sedante en el brazo. Padece  “síndrome de confusión aguda” diagnosticó el médico del psiquiátrico. Ramón era un hombre sano, que en su vida previa al trance que lo puso en el ancianato, nunca había sido medicado. No aguantó las dosis severas con las que trataban de mantenerlo callado, y murió diez días después.

Fue enterrado sin lápida ni misa solemne, como él se lo había imaginado, y muy lejos de su mausoleo azul.

A su funeral solo asistieron dos funcionarios del centro psiquiátrico, para verificar la disposición de la fosa asignada y firmar unos papeles en la oficina de administración del cementerio, que también tutelaba un lote contiguo, que el municipio había cedido para enterrar los menesterosos.

Sobre la tumba de Ramón González, pusieron una cruz de madera barnizada de blanco, con la inscripción “NN 503”, que hacía juego con una hilera de cruces ya raídas por la humedad y confundidas con la maleza que el sepulturero retiraba con pernicia, cada vez que llegaba un nuevo morador al cementerio de los desposeídos.

Autor: Ham Bashur

Dirección Nal derechos de autor: 10-1089-364

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