—Bendito sea Dios, fue buena cosecha —dijo don Gregorio después del conteo de los sacos de maíz.
Les pagó a los jornaleros en especie, uno o más sacos de maíz en tusa, según los días trabajados. Metió al granero los sacos que destinaría para devolverle a su compadre Rafael las semillas que le prestó para esa cosecha y el resto lo dejó en el patio, para venderlo en el centro de acopio el día siguiente.
La cosecha de la temporada anterior se había perdido por las lluvias que se extendieron hasta julio, inundando los sembradíos de la región, incluso su parcela de seis hectáreas, él se había bandeado para sobrevivir la temporada con penurias, esperando una ayuda estatal que nunca llegó. Pero esos fueron tiempos pasados, ahora estaba celebrando lo que él creía era una buena cosecha.
Al día siguiente madrugaron más, porque había que arrimar los bultos a la orilla de la carretera antes que llegara el camión, sin embargo un hecho inusual interrumpió esa faena.
No llegó el camión que esperaba sino dos distintos con su respectiva tripulación, tres coteros por camión que miraban expectantes desde la carrocería, adelantados por dos pickups de policías que parecían robocops, ataviados con cascos y garrotes, como para reprimir protestas callejeras.