Agonizando en la modernidad (Cap3 p5)

El parpadeo  de una silueta sugestiva de mujer desnuda en tubo de neón rosado y debajo un letrero en brillo fijo que decía: “La manzana de Eva”, se robaba la atención de los transeúntes noctámbulos de la calle nueva, que había surgido espontáneamente a la entrada del pueblo con otras improvisadas construcciones.

Era el primer burdel de San José de la Sierra; que encendía sus luces desde las cinco de la tarde. Aunque la clientela prefería llegar ya entrada la noche, cuando creían que ya no había ojos ocultos tras las cortinas corredizas de las ventanas del vecindario,  que cerraban por el frío después de las ocho y lentamente se llenaba aquel recinto con parroquianos que aprovechaban la complicidad de la penumbra y desaparecían en su umbral como sombras sigilosas.

Un hipermercado construido en tiempo record en la cabecera de la plaza, sorprendió a algunos paisanos que aún no habían perdido su capacidad de asombro y se mantenían expectantes a nuevas sorpresas.  El enorme galpón a diferencia de lo que pasaba en la periferia del pueblo, no tenía ladrillo y cemento sino estructuras metálicas, que permitía su rápido desarme como un circo ambulante. La compañía minera había llegado hacía un año, y todo el comercio del lugar se subordinó a ella.

San José de la Sierra, era un pueblo frío de casas blancas con puertas verdes, encallado en la cordillera  de los Andes. Su arquitectura republicana y calles empedradas lo hacían apacible, indemne al paso del tiempo y la ajetreada vida de la lejana capital a la cual se viajaba por una carretera destapada y polvorienta, trazada en lo que fue un camino precolombino. 

Hasta esos días, nadie era nuevo en San José; los hombres y mujeres se repetían cíclicamente de generación en generación heredando sus legados de patrones y jornaleros, pero de pronto se vio invadida por hordas de desarraigados venidos de cualquier parte atraídos por la propaganda de prosperidad.

A pesar de sus rodillas reumáticas, el viejo Nicanor se las arreglaba para salir con su bastón a misa de ocho, el primer viernes de cada mes y todos los domingos. Caminaba lento pero veía bien.

Sin embargo, ese viernes no hubo misa, quería encomendar al altísimo, que le fuera bien en la paña de papas que empezaba el lunes. Se fue para el atrio de la iglesia a conversar con cualquiera, como era su costumbre después de la misa, pero esta vez no encontró a ninguno de sus cada vez más escasos contertulios. Pensó que tal vez los demás sí sabían que no había misa, y por eso no habían ido. De todos modos se acodó en la baranda del atrio, arropado con su gruesa ruana de lana a esperar para irse a  casa después de las nueve y no romper su rutina. Un breve momento de contemplación lo hizo salirse de su habitual introspección para ver la plaza desde el atrio; cayó en la cuenta que era día de mercado pero solo habían tres verduleras con semblante triste y delantales de colores que veían con desdén el intimidante galpón que ofrecía mucho más de lo que la gente necesitaba.

Colindando con el nuevo hipermercado, estaba la oficina de asuntos mineros con su aviso de ofertas laborales, pretendida permanentemente por una muchedumbre haciendo fila en el andén. No era un descubrimiento que en su pueblo estaban pasando cosas desde hacía meses, él las notaba en su trayecto desde la iglesia a su casa, y desde su casa a su finca  pero pasaba sin ni siquiera mirarlos, simulando indiferencia, como si fingiendo que no existieran no lo fueran a afectar, cuando en verdad él también estaba siendo arrastrado hacia arenas movedizas.  Repasó las cosas que no quería ver pero que ahí estaban, incluso los nuevos negocios de la calle real, y hasta el impensable burdel. Lo interrumpió de sus cavilaciones su aparcero, que venía a paso ligero.

—Don Nicanor, pase por su casa, pero me dijeron que estaba aquí—

—Si Ignacio, qué pasa —contestó el viejo, moviendo solo la cabeza, sin quitar los codos del barandal.

—ningún jornalero confirmó pa’l lunes— contestó el hombre.

Ahí sí se puso de frente, haciendo ojos redondos, en silencio por un rato y volteo a mirar el portón de la iglesia deseando que estuviera abierto.

A una señal del viejo, echaron a andar hacia la casa a paso lento. 

Ahí sí el viejo observaba las cosas al pasar. Señaló con el dedo, la fila de gente en la oficina de asuntos mineros, como esperando la opinión de su aparcero.

—Sí, don Nicanor, ahora todos los jornaleros quieren ser mineros —

—Deben pagarles bien — supuso el viejo.

—Sí señor, pagan el sueldo de ley y además es un trabajo fijo por un año —

El viejo lo auscultó con la mirada.

—Yo me presenté, pero no me aceptaron porque soy muy viejo— explicó el aparcero.

— ¿Viejo usted? —reprobó don Nicanor.

—Sí señor, tengo cincuenta —

El Viejo cambió el hilo de la conversación.

— ¿O sea que me iba a dejar la parcela? 

—No es eso don Nicanor, es que ya todo el mundo dejó de sembrar, y debo encontrar de qué voy a vivir—

El viejo volvió a redondear los ojos, se acababa de enterar que el suyo era el único sembradío que quedaba en la vereda.

Siguieron en silencio hasta que llegaron a la casa.

Dioselina, su sirvienta, le tenía el desayuno listo, como todos los días, a las nueve y media. Arrimó un butaco más para Ignacio y entró a la cocina a improvisar un desayuno para el inesperado visitante.

— ¿y a cuantos convido? —Retomó don Nicanor inesperadamente la conversación.

—A trece, pero si al menos fueran ocho, podríamos sacar la paña en cinco días, como lo hicimos en mayo— le contestó el aparcero.

— ¿Y usted? siguió a modo de interrogatorio.

—Pues yo puedo pañar cuatro bultos por día, pero hace falta que ayuden a sacarlos a la carretera, pero meros cuatro bultos no pagan ni el flete del camión.—

Don Nicanor reflexiono sobre el análisis muy acertado de su aparcero.

La usanza en la cosecha de papa era que diariamente se sacara a la carretera, mínimo el cupo completo del camión que fletan para llevarla al pueblo, a no ser que hayan cosechas colindantes para completar el cupo, pero ese no era el caso, en las otras parcelas no habían sembrado desde hacía meses.

—Haga lo que pueda Ignacio, yo consigo el camión para el viernes, a ver que logramos tener para ese día. —concluyó el viejo con el último bocado de su desayuno.

El lunes le llegó un citatorio de la oficina de catastro municipal, el viejo salió inmediatamente, pues tenía ganas de hablar con el alcalde.

Aunque lo hizo esperar, lo recibió con anuencia y tras un cortés saludo, el viejo fue al grano:

—Señor alcalde, yo veo que este pueblo se está jodiendo;  ya nadie quiere jornalear, las parcelas se las están dejando a la maleza, ya no hay misa los viernes, y hasta el día de mercado se acabó—

—Pero exactamente cuál es su queja — le replicó el alcalde, poniendo las palmas de sus manos en su escritorio —

—Que el pueblo se está yendo a la mierda —contestó don Nicanor.

—Esa no es una queja, es su opinión. —dijo en tono serio el alcalde, y continuó:

—Mi opinión es que el pueblo está progresando, se está modernizando, hasta hemos salido varias veces en el telediario —El viejo hizo una pausa para responder, mirando en la pared unos carteles de propaganda del proyecto minero.

—Usted tiene dos hijos adolescentes, señor alcalde—

El alcalde frunció el ceño. —Sí señor, y eso que tiene que ver —y el viejo se despachó pausadamente:

—Que pasará, cuando en treinta años la empresa minera se vaya, después de agotar el último recurso de estas tierras. A quién le tocará limpiar el chiquero que dejen. —

El alcalde no contestó, ni el viejo esperaba que contestara. Se despidió y salió para la oficina de catastro. Allí lo dirigieron a un mapa grande pegado en la pared, para enseñarle la ubicación de su parcela. Él la ubico fácilmente por estar cerca del río, y con su dedo señaló las demás parcelas hasta la carretera y dijo:

—Estas parcelas no sembraron éste año —

—Ni volverán a sembrar don Nicanor, esos terrenos ahora pertenecen al proyecto minero, solo falta el suyo —le replicó el que mostraba el mapa.

Otra vez el viejo redondeó los ojos, por el desconcierto, miró a su alrededor para ubicar una silla y se sentó.

Después de unos respiros pausados arremetió:

— ¿y si no vendo? —

El funcionario tenía la respuesta lista, y la soltó con cierto deleite, ya lo había hecho varias veces:

—Cuando se trata de un proyecto de interés nacional, los terrenos son expropiados —

—Pero no se preocupe, que el estado paga una indemnización, y ese es el objeto de haberlo citado a esta oficina —

— ¿Me la van a pagar de una vez? 

—No señor, lo que vamos a hacer es la liquidación, el pago puede demorarse un tiempo.

—Cuánto tiempo? — preguntó por último el viejo. Los burócratas se miraron sin responder.

Al mismo ritmo vertiginoso de esos acontecimientos que lo engullían, las piernas del viejo Nicanor también se entumecieron, y no pudo volver a caminar.

Dioselina, lidió con su decrepitud a punta de infusiones de linaza. Cuando escaseó el mercado en la alacena, fue con un escrito firmado por don Nicanor,  a averiguar si ya había salido la plata de la indemnización. Le habían dicho que tardaría hasta un año, y ya habían pasado tres.

La fiel Dioselina iba cada mes a esa oficina a recibir la misma respuesta:

—Todavía no, pase el otro mes, a ver si de pronto—

Un día don Nicanor no pudo hablar, o no quiso, y ni siquiera hablaba a señas. Dioselina salió a llamar al boticario. Este lo examinó meticulosamente y al rato volvió a guardar el estetoscopio y sus pomos de colores, porque no tuvo que usar ninguna de sus pociones sanadoras; el convaleciente padecía una enfermedad desconocida. Llamó a Dioselina y le dijo que él no necesitaba un boticario sino un sacerdote.

La sirvienta salió  escéptica a la casa cural, para enterarse que el cura también se había ido, pero el del pueblo vecino venía una vez al mes, o cuando le pagaran una misa. 

Era inicio de noviembre y Dioselina oró para que su patrón aguantara hasta fin de mes porque ella no tenía con qué pagarle una misa.

Autor: HAM BASHUR

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