Fuego amigo

 Al juramento de bandera del soldado José Ibáñez, no fue nadie. Por lo menos de su familia. Por eso, mientras que en el acto protocolario, el fusil era entregado a los soldados por sus madres o algún pariente, al soldado Ibáñez se lo entregó su comandante de compañía, el sargento Harris. Después de la ceremonia, se apartó del inusual bullicio en el patio de armas, en el que familias orgullosas departían con los reclutas, recién investidos de soldados de la patria, tomándose fotos, comiendo y escuchando sus experiencias de esos tres últimos meses de sus vidas.

Para el soldado Ibáñez, esos tres meses transcurrieron repitiendo la rutina de un día noventa veces.
Aprendió varias cosas, sin embargo la más practicada al punto que se convirtió en virtud fue hacer sonar los cueros de las botas a la orden de “Atención, firmes” de un modo unánime, sonoro y recio al cerrar las piernas, como si tuviera un fuerte resorte en la ingle.

José se adaptó fácilmente al clima de la manigua y se entregó con mansedumbre a su nuevo mundo, doblegando su voluntad y raciocinio, mientras se alienaba sin reparos al régimen militar, aprendió a resistir dolor sin emitir quejido, excepto por algún lagrimón inconsciente que se salía mientras recibía puñetazos en la panza o tablazos en el culo, aprendió a tragar barro, con la cabeza hundida en el lodo, sostenida por la bota de su instructor en su nuca, aprendió a bloquear la reacción de sus sentidos, mientras limpiaba retretes con la mano, aprendió a desarmar y armar su fusil en un minuto y a odiar a sus comandantes.

Adoptó dócilmente su rol de subyugado, en el que la interacción con sus superiores se limitaba a responder en tono gritón:
Afirmativo, mi teniente, mi sargento, o mi cabo…—aunque este estuviera mentándole la madre.
Aprendió a levantarse a tientas sin terminarse de despertar, cada vez que sonaba la voz de su instructor a las cuatro y media de la mañana, golpeando con un palo los bordes de las literas de hierro.

¡Levantarse, malparidos! —Era el cabo Manchego. Un hombre de mediana estatura, enclenque, aunque era blanco, tenía el pelo chuto, y una evidente amargura dibujada en su rostro, como una macabra cicatriz. Su voz chillona se impregnó en el inconsciente del soldado Ibáñez, como el fantasma siniestro que lo aterrorizó de niño. Muchos años después de su servicio militar, también le perturbó el sueño; oía al cabo Manchego y se despertaba sobresaltado.

Los días siguientes al juramento de bandera, fueron reconfortantes, le cambiaron de compañía y en consecuencia, de comandante. Su despertador ya no era el chirriante alarido del suboficial de instrucción, sino un moderado: “tercera guardia, de pie….” del soldado imaginaria.

Prestar guardia en turnos de seis horas, fue su siguiente ciclo como soldado. Prefería los puestos remotos, los que colindaban con la manigua, para escapar de la mirada escrutadora de los oficiales que fiscalizaban el porte y uniformes de la guardia en los puestos internos del batallón, en donde tenía que estar en “atención, a discreción, firmes”; saludando cada vez que se aproximara cualquier uniformado sospechosamente superior. En contraste, prestar guardia en la periferia del batallón, le venía bien a su carácter solitario y taciturno.

Se permitía mirar el cielo por encima de la espesa jungla, tratando de adivinar el origen de sus olores y sonidos indescifrables, mientras se fumaba con sigilo un cigarrillo, vicio que aprendió allí, con el pretexto de espantar los zancudos que aumentaban en las tardes.

Al regresar a formación, evitaba cruzarse con un enemigo no declarado; el cabo Manchego. Aunque ya no tenía mando directo sobre él, se complacía humillando a cualquiera que hubiera estado bajo su mando, bajo sus botas, escupiendo agravios o mofándose de cualquier modo.

Un día, saliendo del comedor, después de una guardia pasada por agua, se cruzó con él. Aunque simuló estar distraído, la voz chillona de éste retumbó:
Huy, ahora sí parece un soldado de verdad, lagartija —Sus compañeros se rieron a carcajadas. En ese momento, había sido rebautizado en el cuartel. “Lagartijo”, le llamaron en adelante, de tal modo que “soldado Ibáñez” quedó relegado solamente para las llamadas a lista. Como acababa de prestar guardia; tenía el fusil cargado, se imaginó volteándose y descargando los veinte tiros al prepotente bufón, pero el soldado se controló; volteó solo su cabeza y saludó a nadie, con su palma derecha en la sien, y un pensamiento que retumbaba en sus entrañas: “Juro que te mataré, cabo hijueputa”, y siguió su camino.

La ofensa la sumaba a una lista que seguía creciendo, como cuando lo sometió con su bota en la nuca y lo obligó a tragar lodo con orines, durante un entrenamiento en los días previos al juramento de bandera, o del origen de su nuevo apodo; cuando recién empezó el periodo de instrucción, él tuvo la osadía de no responder “Sí señor”, sino lo que le salió de las tripas.

A ver mariquitas, aquí si van a aprender a ser hombres de verdad, hombres valientes —fue el prólogo del cabo Manchego, para iniciar los ejercicios.
Como usted —refunfuñó el recluta.

Eso le costó el primer puñetazo en la panza, tablazos en el culo y las sucesivas lagartijas que tenía que hacer cuando al cabo Manchego se le daba la gana. Se ensañó contra el soldado Ibáñez con tal encono, que a la palabra “lagartija” tenía que hacer indefinidas flexiones de pecho mientras él se deleitaba fumando un cigarrillo.

Acostumbrado a su rol de soldado de guardia, no pensaba en el tiempo, se habituó a vivir en el presente, como los animales. Comprendió que de eso se trataba la vida militar, vivir el mismo día infinitas veces hasta que un día lo cambiaran de compañía, como se hace con los que están próximos a terminar su servicio militar, y entonces se acostumbraría de nuevo a lo que viniera.

Pero con la misma simplicidad con la que una hoja que lleva el viento, cae al arroyo y sigue en movimiento pero arrastrada por otra fuerza; el soldado Ibáñez cambió de rumbo un día cualquiera.

En la formación de relación de esa mañana, había un nuevo pelotón, pequeño, solo tres por escuadra en cuatro filas, luciendo orgullosos sus camuflados ajados, y el de la derecha con un estandarte que decía “Comandos de selva”, y más a la derecha un sargento, con muchas insignias en su pecho.
Los Comandos”, les decían. Eran soldados más antiguos que acababan de llegar de una misión.

El trato cortés de ese sargento con sus hombres, llamaba la atención, sobre todo al soldado Ibáñez, que había encasillado a todos sus superiores en el mismo costal de ogros déspotas, pero ese grupo era especial, nadie se metía con ellos, eran los primeros en pasar al comedor y además de otros pequeños privilegios, todos los trataban con respeto.

Para ser merecedor de tal respeto, tenía que ser como ellos; un comando.
El soldado se enlistó en el siguiente curso de Comandos de selva, cumplía los requisitos; tenía la antigüedad necesaria y ningún antecedente disciplinario. Sin embargo no eran los requisitos técnicos lo que temían los soldados antes de enlistarse a tal entrenamiento, era el riesgo de no terminarlo, y tener que ser visto como pusilánimes por el resto de sus días en la milicia.

El soldado Ibáñez se sometió a esos extremos de exigencia física con resignación estoica, era como un juego de supervivencia en el que no le importaba perder.
Cinco meses antes de su baja, llegó con su insignia de comando, pero le faltaba lo más importante: la práctica en campo real, para lo que las fuerzas militares entrenan permanentemente grupos élites de combate contraguerrilla.

El tiempo de descanso entre el entrenamiento y su primera y única misión fue muy corto; doce días. Pero no pudo faltar el encuentro con su cabo Manchego. Salía de un kiosko de recreo con mesas de ping pong, con dos compañeros de curso y ocurrió, ahí se encontró al infeliz, que no pudo contener su afición lenguaraz:
Comando lagartija —le dijo, con la expresión del bufón que cree decir siempre algo chistoso.
Esta vez nadie se rió. El soldado se detuvo, igual que sus compañeros de curso, lo miró a los ojos con desprecio y el cabo esta vez no fanfarroneo, no había quién le secundara su gracia, esquivo su mirada simulando ver a alguien más.

Malparido —Musitó el soldado, en un tono que el cabo fingió no oír y se apartó con discreción de los comandos. El soldado saboreó por primera vez la sutil satisfacción de una revancha, pero aún quedaba más odio en su interior.
Ese mismo día fue integrado a un grupo de combate para una misión urgente.
El grupo se organizó en dos escuadras a mando de un teniente, lo componían un sargento, dos cabos y el grupo de comandos.

La misión era interceptar una o dos embarcaciones de motor que antes del fin de mes pasarían por el río provisiones de guerra para asentamientos guerrilleros selva adentro.

Las fuentes no tenían claridad sobre fecha ni hora exacta, por lo que había que preparar la emboscada con antelación, haciendo reconocimiento de terreno, un juego que habían practicado hasta la saciedad. Sin embargo no había que confiarse, no fuera a ser que los emboscados fueran ellos.

¿Ya vio quien viene? —le susurró un compañero, haciendo alusión al cabo Manchego.
Si, menos mal no está en mi escuadra —Contestó. —Cuídese de ese hijueputa —remató la conversación su compañero, con una palmada en el hombro mientras organizaban sus pertrechos.
El reconocimiento de la zona fue una operación ya practicada, con el sigilo de un felino, que en ese caso eran varios, sincronizados hasta tomar posesión de lo que serían sus trincheras en el lado convexo de un meandro. A pocos metros un cambuche mimetizado en la hojarasca donde se turnaban los descansos y el momento de comer, y así pasaron tres días sigilosos que hasta verdaderos felinos deambularon cerca sin advertir su presencia.

Se hizo otra vez noche, y luego día, agazapados en sus posiciones sin que nada pasara. También para eso estaban entrenados, para esperar atrincherados por horas aunque el cuerpo se tullera.

Al entrar la tarde, pasó una chalupa de tres indígenas con macetas de plátanos en la popa, y unas redes expuestas, para demostrar a lo lejos que eran pescadores. Aunque todos los soldados intuyeron que eran campaneros, por el modo reticente como miraban a los costados del río.

Todos quedaron en alerta máxima, pero cayó la noche y no pasó nadie más.
Hubo cambio de turno a media noche y al soldado Ibáñez le tocó descanso, hasta las cuatro de la mañana. Ese descanso no fue tal para él; estaba mojado por la llovizna en la guardia anterior. Sin embargo cerró los ojos y se acomodó como pudo agarrado a su fusil, sin desabrocharse las botas, como era la rutina de un comando en ejercicio.

El día en la Amazonía se anuncia antes que el sol. A las cinco y cincuenta otra chalupa de campaneros aceleró el corazón de la tropa. Al desaparecer en la curva del meandro apareció por fin en el otro extremo un bote más robusto de ronroneo sordo pero potente; adelante, asegurada a un bípode, una ametralladora punto cincuenta apuntando al cielo y su tirador mirando al borde del río, y en el centro unas cajas cubiertas con lonas de polisombra verde, a cada costado dos hombres sentados en las cajas, con sus fusiles Kalasnikov terciados al pecho y atrás el motorista con su fusil terciado a la espalda.

La espera de esos nueve segundos, desde que el bote apareció hasta que se puso a punto de tiro, fue más angustiosa que la espera de los días previos.
La orden la dio el sargento, hundiendo su índice en el gatillo de su fusil M14 puesto en modo ráfaga, y todos abrieron fuego a discreción.
La quietud de la selva se rompió por un instante, y las vidas de siete hombres se apagaron para siempre.

La repentina lluvia de plomo no les dio tiempo ni de quitar el seguro de sus fusiles, tres cayeron al agua y el casco del bote quedó como un cedazo, el motorista caído con el mango acelerador enredado en su axila derecha, hizo que el bote girara a la izquierda hasta que encalló en la orilla con tres de sus tripulantes muertos. Los otros habían caído al río.

El tiroteo cesó. Siete minutos pasaron como un silencio escrito en esa partitura de muerte, como si el azar se obstinara en ironizar un minuto de silencio por cada hombre caído.
Poco a poco los soldados se movieron de sus posiciones, el olor a metralla apaciguó y se mezcló con hojas chamuscadas en un nuevo y singular olor que el soldado Ibañez recordaría toda su vida.

Uno de los cabos hizo la señal de inspeccionar el bote que estaba en la orilla, medio inundado.

Otro soldado alertó, que el cabo Manchego estaba sangrando. Interrumpieron la inspección del bote, para revisarlo a él, estaba tiroteado y su fusil al costado con la carga de munición intacta, no había disparado un solo tiro.
Toda la tropa intuyo lo sucedido, pero solo dos soldados sabían quién era el conspirador.

Esa baja frustró el parte de éxito que el teniente preparaba para informar por radio, pero aun así dio el parte y antes de mediodía, dos helicópteros y tres botes de patrullas militares llegaron con el equipo forense.
El hallazgo de la necropsia del cabo Manchego concluyó que siete proyectiles de calibre 7.62 habían impactado en su cuerpo causándole la muerte, y el informe forense complementó: “Como la munición del armamento incautado a los insurgentes.”

Lo velaron con honores militares en cámara ardiente, adornado con un estandarte de la fuerza, su nombre y un emblema destacado que decía: “Héroe de la patria caído en combate”.
A la comitiva del funeral asistió el destacamento de soldados testigos de su muerte, de los cuales dos de ellos cumplían con honor un tácito código de silencio y otro celebraba en secreto un juramento cumplido.

Autor: HAM BASHUR

Dirección Nal derechos de autor: 10-1089-360

1 comentario:

  1. Cosas que pasan en la milicia, pero se quedan en silencio.
    Buen ralato.

    ResponderEliminar

Déjeme saber si le gustó lo que acaba de leer.
Muchas gracias.