Una inyección de cortizona (Cap 2 p3)

En la misa de ocho, el cura y otros paisanos devotos echaron de menos la asistencia de Don Nicanor, que durante toda su vida ocupó la misma banca de adelante y comulgaba de primero, en esa misa de domingo.  Esa tarde,  algunos fueron a visitar al viejo, del que ya sabían sus quebrantos de salud. 

Don Roberto, el notario, llegó cuando el cura y el boticario salían.  Un cura y un notario en la casa de un viejo enfermo. Suficiente  coincidencia para armar una conjetura,  un mal augurio. -le practicaron la extremaunción.- Se adelantaba a presumir la vecina de enfrente, que atisbaba por la ventana con el velo medio corrido, para no perderse nada de lo que acontecía en su calle. Don Nicanor había enviado varios recados con sus hijos a Don Roberto, para pedirle ayuda con los trámites de sus tierras en la oficina de asuntos mineros. 

Lo hacía contra su voluntad, Su idea de riqueza no era la tenencia de dinero, sino de tierra y animales. Y él ya no poseía ni lo uno ni lo otro. Y su intuición le decía que ese dinero de la indemnización nunca llegaría. El notario accedió a ayudarlo, con una condición: Que lo nombrara apoderado con poder absoluto sobre todos los terrenos de él, que la corporación reclamaba para el proyecto minero. 

 -Es mejor así. Con eso se libra de las idas y venidas que implica todo este ajetreo. Yo me encargo de todo y cuando entreguen la plata de la indemnización,  pues solo me paga el  veinte por ciento, por todo mi trabajo- , le decía Don Roberto mientras el viejo permanecía en silencio, adormecido por una inyección de cortisona que le había puesto el boticario esa mañana, para aliviarle el dolor de rodillas. 

 -Y cuándo saldrá esa plata- Preguntó Doña Isabelina, mientras don Nicanor bregaba a firmar el papel. -Ojala pronto, pero con el Gobierno nunca se sabe- Contestó el Notario. 

Guardó el papel meticulosamente en su valija, donde tenía las copias de  todas las escrituras de su representado.  Se terminó de tomar el café que doña Isabelina de había brindado y se fue. 

Durante esa semana José y Mijaíl tuvieron que hacerse cargo de recibir las últimas ovejas que trajeron sus aparceros.  Los que ahora se apuraban a enlistarse en la corporación como peones dispuestos a emprender cualquier faena. 

-Son las últimas ovejas – dijo Mijaíl, atreviéndose a auscultarlo con la mirada que mantuvo sin parpadear y que el viejo sintió como el peso de una viga sobre su hombro, pero no dijo nada. Sin embargo, no pudo resistir la presión del muchacho que se plantó de frente esperando una respuesta. -Debes entender la nueva situación hijo, ya no tienes heredad -, le dijo con voz trémula y ojos adormilados. 

Dioselina, su criada le llevaba de comer a su dormitorio,  sin embargo el viejo se resistía a convalecer en su cama, prefería un rincón del patio, a donde mejor llegaba el sol, al lado de una vieja planta de ruda, sentado en un taburete, forrado en su ruana y releyendo el  mismo libro que le hubieran visto en los últimos años. Aunque en verdad eran tres tomos del mismo título que él volvía a leer con tal esmero, que su semblante cambiaba mientras se le veía embelesado en esas letras. 

Sin embargo en esos días, usaba los libros para esconder su cara, para ocultar uno que otro lagrimón que humedecían ese rostro con facciones de severidad. Lloraba en silencio, pero no por el dolor de sus rodillas sino de su orgullo. No era así como había imaginado su vejez.  

 Él había sido un hombre victorioso en varias lides, pero ahora el duelo era contra sí mismo, 

No aceptaba ver su mundo en decadencia, pero se sentía atado por las circunstancias, impotente. Solo se desahogaba gritando en silencio. Eran gritos de un alma corajuda en un cuerpo condenado a la decrepitud. 

Aunque la soberbia y altivez de otros tiempos, se habían ido con los años, aún mantenía el orgullo de su apellido. Don Nicanor Ibáñez,  era el último de una de las familias que desde inicios de la Colombia Republicana, tenían títulos de propiedad de las tierras del páramo. Él era el único de los Ibáñez que quedaba en la región, sus demás parientes se habían ido después de la última guerra civil; dejando sus tierras a sus aparceros, cedidas a cualquier precio.  Él se quedó en el páramo; de donde jamás salió. Conoció el mundo exterior a través de postales y telegramas que le enviaban sus parientes desde lugares remotos. 

En su etapa senil se casó con Isabelina, la hija de una aparcera y con ella tuvo sus dos hijos José y Mijaíl, los cuales crió con tal severidad, que terminaron aborreciéndolo a él y su estirpe campesina.