Acerca del autor

Me gusta escribir relatos en mis ratos de ocio.

En verdad no me dedico a escribir, (me gano la vida como ingeniero informático). Sin embargo para reivindicar mi frustración del escritor que quise ser, escribo cualquier cosa que me salga de las tripas.

Prefiero el formato de relato corto y el ensayo.

No lo hago para concursar ni ganarme el novel, sino porque para mi es una catarsis que me reconforta, me libera, me desahoga, y mejor aun cuando noto que alguien lee lo que escribo.

Mis respetos y agradecimiento a esa inmensa minoría que lee relatos de autores anónimos.

Cada pieza literaria tiene registro de propiedad intelectual, para curarme en salud.

Muchas gracias por pasar por aquí.

Ham Bashur.




Hoy es un buen día para morir

—Hoy es un buen día para morir. —Sentenció el viejo Nepomuceno desde la ventana del hostal donde se encontraba hacía tres días. Era su septuagésimo cumpleaños y había viajado desde la fría capital para estar solo ese día en un cálido pueblo del caribe. Estaba parado frente a la rústica ventana de hierro desde antes del amanecer, con su mirada perdida al occidente, como evocando un recuerdo lejano. Permanecía quieto como una estatua, la inmovilidad voluntaria le ayudaba a disimular el dolor, pero éste comenzó a arreciar a pesar de estar quieto, la cerró despacio mientras repasaba los detalles del itinerario de su viaje, el último de su vida.

Agonizando en la modernidad (Cap3 p5)

El parpadeo  de una silueta sugestiva de mujer desnuda en tubo de neón rosado y debajo un letrero en brillo fijo que decía: “La manzana de Eva”, se robaba la atención de los transeúntes noctámbulos de la calle nueva, que había surgido espontáneamente a la entrada del pueblo con otras improvisadas construcciones.

Era el primer burdel de San José de la Sierra; que encendía sus luces desde las cinco de la tarde. Aunque la clientela prefería llegar ya entrada la noche, cuando creían que ya no había ojos ocultos tras las cortinas corredizas de las ventanas del vecindario,  que cerraban por el frío después de las ocho y lentamente se llenaba aquel recinto con parroquianos que aprovechaban la complicidad de la penumbra y desaparecían en su umbral como sombras sigilosas.

Especulación inmobiliaria

En casa de los Rodríguez se celebraba la jubilación del viejo. Agustín, su hijo mayor, que se llamaba igual que el homenajeado, exhibía con la carta de retiro, una placa conmemorativa que la compañía constructora le había enviado días antes a su padre. Él la había guardado para exhibirla el día del jolgorio:

Malcom & Asociados M&A Otorga a su distinguido colaborador

Agustín Rodriguez, la distinción al mérito: “Toda una vida”

Algunos vecinos se unían a la fiesta, aportando cajas de cerveza para ser merecedores de su respectiva porción de cordero asado, cuya humareda desde el patio de los Rodriguez se propagaba por el vecindario.

La Patente

—Bendito sea Dios, fue buena cosecha —dijo don Gregorio después del conteo de los sacos de maíz. 

Les pagó a los jornaleros en especie, uno o más sacos de maíz en tusa, según los días trabajados. Metió al granero los sacos que destinaría para devolverle a su compadre Rafael las semillas que le prestó para esa cosecha y el resto lo dejó en el patio, para venderlo en el centro de acopio el día siguiente.

La cosecha de la temporada anterior se había perdido por las lluvias que se extendieron hasta julio, inundando los sembradíos de la región, incluso su parcela de seis hectáreas, él se había bandeado para sobrevivir la temporada con penurias, esperando una ayuda estatal que nunca llegó. Pero esos fueron tiempos pasados, ahora estaba celebrando lo que él creía era una buena cosecha.

Al día siguiente madrugaron más, porque había que arrimar los bultos a la orilla de la carretera antes que llegara el camión, sin embargo un hecho inusual interrumpió esa faena.

No llegó el camión que esperaba sino dos distintos con su respectiva tripulación, tres coteros por camión que miraban expectantes desde la carrocería, adelantados por dos pickups de policías que parecían robocops, ataviados con cascos y garrotes, como para reprimir protestas callejeras.

Los demonios de José

José  despertó sobresaltado al sentir que moría mutilado junto a un muro de hormigón. Aunque quedó desvelado desde ese instante, siguió tumbado en la cama, bocarriba, no quería moverse, no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados en su habitación oscura. “Tal vez debí seguir soñando, pero soy un estúpido miedoso” pensó. Se fustigaba continuamente, no entendía por qué, si quería morirse, le tenía miedo a la muerte y se sintió otra vez pusilánime, cobarde.

San Ramón

Ramón González gastó el dinero de su retiro en la construcción de un mausoleo azul, que resaltaba entre la grisácea arquitectura del cementerio. 

No era el más grande, pero  sí el más vistoso. Tenía en el centro un altar adornado con flores de plástico que asemejaban lirios y azucenas, y una guirnalda alrededor de un retrato a color de sus años mozos, sobre un mármol que enunciaba: “RAMON GONZALEZ  ilustre varón de San Pelayo”. En la parte inferior de la losa, un espacio reservado para poner las fechas de nacimiento y defunción; trabajo que le había prepagado al lapidario, para que las esculpiera cuando llegara el momento, sin desconfiar de que ese mármol se quedaría así para siempre.


Fuego amigo

 Al juramento de bandera del soldado José Ibáñez, no fue nadie. Por lo menos de su familia. Por eso, mientras que en el acto protocolario, el fusil era entregado a los soldados por sus madres o algún pariente, al soldado Ibáñez se lo entregó su comandante de compañía, el sargento Harris. Después de la ceremonia, se apartó del inusual bullicio en el patio de armas, en el que familias orgullosas departían con los reclutas, recién investidos de soldados de la patria, tomándose fotos, comiendo y escuchando sus experiencias de esos tres últimos meses de sus vidas.