La Patente

—Bendito sea Dios, fue buena cosecha —dijo don Gregorio después del conteo de los sacos de maíz. 

Les pagó a los jornaleros en especie, uno o más sacos de maíz en tusa, según los días trabajados. Metió al granero los sacos que destinaría para devolverle a su compadre Rafael las semillas que le prestó para esa cosecha y el resto lo dejó en el patio, para venderlo en el centro de acopio el día siguiente.

La cosecha de la temporada anterior se había perdido por las lluvias que se extendieron hasta julio, inundando los sembradíos de la región, incluso su parcela de seis hectáreas, él se había bandeado para sobrevivir la temporada con penurias, esperando una ayuda estatal que nunca llegó. Pero esos fueron tiempos pasados, ahora estaba celebrando lo que él creía era una buena cosecha.

Al día siguiente madrugaron más, porque había que arrimar los bultos a la orilla de la carretera antes que llegara el camión, sin embargo un hecho inusual interrumpió esa faena.

No llegó el camión que esperaba sino dos distintos con su respectiva tripulación, tres coteros por camión que miraban expectantes desde la carrocería, adelantados por dos pickups de policías que parecían robocops, ataviados con cascos y garrotes, como para reprimir protestas callejeras.

—Ataje los perros, que ahí viene la ley —Le gritó a su hijo mayor, cuando los vio venir escoltando a unos hombres que parecían importantes. 

El muchacho, frenó por el collar al “negro”, su perro preferido y el otro también se apaciguó.

Cuatro policias entraron con los burócratas y los demás se quedaron en el borde de la carretera. Al llegar a la empalizada, no giraron el aldabón de fierro de la puerta, uno de los robocop la partió de un empellón. Don Gregorio se puso de pie, se terció la ruana en hombro derecho, se acomodó el sombrero y los esperó sobresaltado, esperando que se tratara de una equivocación.

Uno de los hombres se presentó sin saludar, los otros solo hicieron acto de presencia, uno tomaba nota, como levantando un acta.

—Soy el delegado del Instituto Agropecuario, y vengo a verificar los certificados de su maíz.— 

Don Gregorio no contestó nada, estaba acostumbrado a contestar saludos, pero este no era el caso.

—Muéstreme el certificado de las semillas que usó para esta cosecha y la factura — prosiguió el burócrata.

Don Gregorio frunció el ceño y extendió los brazos en señal de incomprensión; 

—A ver, mis semillas son naturales, de las mismas que hemos usado toda la vida, y no tengo factura, me las prestó mi compadre Rafael, porque las del año pasado se pudrieron en la inundación.

—O sea que son semillas de costal, semillas piratas— reposto el delegado del gobierno. —Esas están prohibidas por la ley, lo dice muy claro la resolución que publicamos en la página web del instituto, las únicas semillas autorizadas, son las certificadas, las que cuentan con patentes.

—Expliqueme doctor, cómo así que la patente, si estas son semillas, no son un inventos del hombre —replicó don Gregorio.

—Las semillas certificadas, son las que  están patentadas por la corporación, si sus semillas no están patentadas, entonces son ilegales. Así lo dice la ley de semillas y la resolución 079 —contestó el burócrata señalando con el dedo un portafolio que levaba debajo del brazo, dando a entender que él tenía las leyes en su poder.

—Pero doctor; nosotros no sabíamos de esa ley. Yo solo quiero vender mi maíz,  para pagar las deudas que deja el cultivo.

—Su ignorancia es su problema, no el mío— Replicó el funcionario. 

—Usted no puede vender este maíz, porque sería una venta ilícita —e hizo una señal a los coteros que esperaban en los camiones plantados en la orilla de la carretera, los que se encaminaron, seguidos por los otros robocops que habían quedado esperando la orden de entrar en acción.

—Espere doctor, no nos la vaya a quitar, para la próxima cosecha usamos las semillas que dice, pero por ahora no nos perjudique así, por favor, es nuestro único sustento— suplicó don Gregorio con su voz entrecortada.

—No señor, este maíz queda incautado por ilegal— 

Otro de los funcionarios esperaba su momento, se interpuso y le entregó un escrito a don Gregorio diciéndole que era un citatorio para el juzgado municipal. El hombre recibió el papel, pero sus ojos estaban puestos en sus bultos de maíz.

al ver a los coteros echarle mano al primer bulto, la fisonomía de don Gregorio cambió, y se abalanzó a bajarle el bulto del hombro, pero un policía lo detuvo poniéndole la punta del bolillo en el pecho mientras los otros policías rodeaban la pila de bultos, para que los coteros pudieran cargarlos al camión.

Don Gregorio agarró el bastón y lo estrujo con fuerza, obligando al policía a tambalearse. Los perros comenzaron a ladrar de nuevo y el negro mordió al que forcejeaba, sin soltarlo del brazo acorazado con el que sostenía el bolillo, don Gregorio por un momento libre, pudo arremeter contra un cotero, tumbándole el bulto de maíz del hombro. 

Pero un quejido sollozante lo hizo voltear, el otro policía había doblegado al perro, de un garrotazo en la cabeza, y lo remató en el suelo mientras otro le apuntaba con su pistola por si éste se levantaba. Negro, como se llamaba el perro, yacía ensangrentado en el suelo.

Sus hijos, uno de dieciséis, y una niña de once, esperaban asustados en el corredor. El quejido de su perro, transformó al muchacho moviéndolo de su sitio como un resorte. —no le pegue a mi perro, tombo hijueputa— Lanzándole una piedra que rebotó en el pertrecho acorazado, mientras otros dos se le abalanzaron al muchacho, tumbándolo para esposarlo. En el suelo, su cara quedó frente a la de su perro y vio sus ojos mientras moría.

Levantaron al muchacho de un empellón y el que apuntaba le dijo, —y agradezca que no lo levanté a plomo — enseñándole su pistola que mantenía desenfundada. A don Gregorio lo habían molido a bolillo por la espalda y lo tenían también esposado. Los delitos de esa familia criminal eran múltiples; uso de semillas no certificadas, fomento de semillas piratas y atentado contra la autoridad.

De la parcela contigua, llegó una vecina atraída por los gritos de la niña que llorando pedía ayuda, pero fue repelida por los policías.

—Apártese señora, esto es una diligencia judicial —Le dijo un uniformado, sin que ella lo escuchara por el alboroto. Cuando la niña la vio, corrió hacia ella, la quería como a su mamá, que hacía dos años no estaba.

El otro perro estaba acurrucado junto a su hermano muerto, su ladrido se parecía más a un aullido de dolor, el policía que quería oír tronar su pistola alcanzó a apuntarle, pero otro lo contuvo bajándole el brazo.

El burócrata se apartó a observar el desenlace de su diligencia, hasta que los coteros cargaron el último bulto de maíz y subieron los presos al platón de una de las pickup.

Los sentaron frente a frente, don Gregorio estaba en trance y respiraba con dificultad.

El muchacho vio a su padre como nunca lo había visto, su héroe derrotado, humillado, con los ojos aguados, sin su sombrero habitual y su camisa rasgada.

Esa mañana en el desayuno habían fantaseado con estrenar ropa todos, y si alcanzaba hasta comprarían un nuevo televisor con las ganancias de la cosecha, cómo es que las causalidades de la vida tuercen un sueño casi cumplido.

Partió la comitiva hacia el pueblo, dos pickups policiales y dos camiones, pero sólo uno bastó para cargar la pequeña cosecha. Adelante iba el funcionario del instituto agropecuario, satisfecho de su labor cumplida, era su quinto decomiso de cosechas desde que se emitió el decreto que convirtió las semillas naturales en el móvil de un delito, y facultó a los burócratas del instituto agropecuario para perseguir campesinos como criminales.

Desde el corredor de la casa no hubo adioses a los que se iban, tres criaturas quedaron llorando; La mujer por pesar con la niña, la niña abatida por lo que le pasó a su familia, y el perro, afligido por su compañero muerto.

La pickup con los presos llegó al cuartel de policía, donde pernoctarían los delincuentes capturados, mientras les formalizaban la captura en situación de flagrancia, que adelantaba uno de los funcionarios que había asistido a la diligencia, era el delegado de la fiscalía que ya tenía el escrito de acusación. Era similar al usado para la imputación de cargos de otros campesinos. El otro funcionario que había asistido era el personero municipal, que aunque no le gustaba lo que estaban haciendo, no podía hacer nada para evitarlo.

En el cuartel se bajaron los otros burócratas, solo uno siguió en la cabina, el itinerario no había terminado para él, escribía de vez en cuando en una planilla, los eventos que consideraba relevantes de esa funesta faena.

El chofer de una de las pickup, arrancó motor de nuevo y escoltó el camión con la carga de la cosecha hacia el basurero municipal, donde unas retroexcavadoras estaban atareadas con otras cosechas decomisadas de arroz y maíz, ante el asombro de curiosos que no daban crédito a lo que estaban viendo, los operarios de las máquinas maniobraban muy diligentemente las palas de acero para romper los costales y revolver los cereales con la basura, y así evitar que fuera recuperable por algún hambriento de los que suelen esculcar en los basureros.

Don Gregorio amaneció en una celda con otros dos reos que parecían despertar de una resaca y por su apariencia se notaba que no eran campesinos sino que estaban ahí por otras circunstancias. Del otro lado se oían voces, tras un pasillo sin ventilación que conectaba con una especie de antesala en la entrada del cuartel donde el guardia y otros uniformados platicaban en torno a una mesa que fungía como oficina.

Lo despertó el chirrido de la portezuela cuando la abrió un policía que traía el desayuno en una carriola con tres palanganas y tres vasos de icopor.

Se sentó en el catre de hierro, sintió dolor de espalda y recordó la garrotera que recibió el día anterior. Quiso verse los moretones por encima del hombro, se bajó la camisa rasgada hasta el antebrazo, pero al girar la cabeza sintió que le dolía también el cuello, entonces tanteó con las manos, tocándose las costillas pero no pudo palpar su omóplato izquierdo, donde recibió el garrotazo más fuerte, empezaba a sentir adormecido el hombro.

Sus compañeros de celda recibieron las palanganas con avidez, él se vio inducido a seguir la misma conducta y la recibió con desgano, a su cabeza llegaron simultáneamente pensamientos que lo aquejaban más que su dolor de espalda; su hijo, su niña, su cosecha, su perro, su mundo; lo habían mandado a la mierda y ahora le daban unas migajas de arroz en latón. Tiró la bandeja al piso y volteo a ver al guardia con mirada desafiante.

—Pues entonces coma mierda —dijo el policía y salió, azotando la portezuela y corriendo con furia el cerrojo. Don Gregorio quedó sentado en el catre, bajo la mirada escrutadora de los otros dos reos que dejaron su desayuno a medias.

El silencio en la celda permitió oír las voces que venían de la oficina, don Gregorio oyó mentar su nombre y se puso de pie. Era el personero municipal en compañía de otro hombre que venía a su rescate.

—que se lleven ese hijueputa, que está muy violento —dijo el policía del taburete, mientras escribía en la minuta.

—y cómo quiere que esté, si le quitaron su cosecha, le apresaron su hijo que todavía es un niño y le mataron su perro —le contestó el personero. El del taburete lo miró de reojo pero no respondió.

Otro policía abrió la celda de nuevo:

—Gregorio Oviedo — gritó, como para ser oído en una multitud, le entregó una muda de ropa limpia.

—salga que vinieron por usted—

El semblante del hombre cambió sin comprender del todo lo que pasaba, y en medio de ese espiral de adversidades que lo jalaban al infierno, sintió un alivio fugaz.

A su hijo no lo liberaron. Le explicaron que estaban esperando la determinación del juez de control de garantías, y que eso podía durar hasta tres días. A la salida del cuartel, le entregaron un escrito, y le hicieron firmar el recibido.

Afuera estaba la mujer que se había quedado cuidando su hija, con ella  de la mano, y entonces comprendió lo de la muda de ropa. Abrazó a su hija aunque le crujieron las costilla, y mientras la abrazaba se secó con disimulo un lagrimón que no sabía si era por la felicidad de ese instante o por el dolor de su cuerpo.

El personero lo convidó a su oficina y don Gregorio tuvo por fin un interlocutor cordial que le podía disipar sus dudas.

—Gracias por sacarme, doctor. Yo pensé que desde ya me habían apresado por esa ley de semillas—

—Lo encerraron fue por irrespeto a la autoridad, pero eso ya pasó — Le contestó el personero.

—Lo que sigue es prepararse para la audiencia de imputación de cargos, es la citación que le dieron en su casa el día que le incautaron la cosecha, ahí si lo van a acusar de infringir la ley de semillas y lo pueden meter preso.— Le explicó el hombre que acompañó al personero.

El jueves, día de la audiencia, don Gregorio llegó una hora antes, como se lo habían recomendado, la suya era a las once. El Palacio de justicia, como le decían, era una casona vieja en la cabecera de la plaza, que contrastaba con la construcción contigua, levantada en una estructura moderna de metal y vidrio de la “Compañía Agrícola” que vendía las semillas patentadas, y toda la línea de insumos y fertilizantes que los campesinos estaban siendo obligados a comprar.

Esperó en la entrada a que llegara el abogado de oficio que le habían asignado. Vio entrar y salir caras conocidas, cabizbajas, de vecinos de la vereda enjuiciados por la misma causa.

Pero no vio a su abogado llegar, sino salir del juzgado, lo llamó.

—Es nuestra audiencia  —le dijo.

Era también abogado defensor, en las audiencias anteriores.

—tranquilo, que no los están metiendo presos, solo hay que pagar las multas y hacerle caso a la ley.

En la puerta de la sala tuvieron que esperar que salieran los anteriores imputados, era fácil identificar en esa procesión quiénes eran los desdichados. La jueza ya estaba en su silla, los policías en sus esquinas, el delegado de la fiscalía esperando que el imputado entrara, y se repetía el procedimiento de las sesiones anteriores en las que solo cambiaba el nombre del acusado.

La jueza recitó el expediente sin mirar el papel, mirando por encima de las gafas al procesado cada vez que hacía  énfasis en los números de resoluciones, decretos, incisos, artículos de los que dimanaba el delito a ser juzgado.

Era como un sainete del que se aprende mejor el libreto, como resultado de repetirlo muchas veces.

El campesino la miraba intimidado, esperando que después de la retahíla incomprensible para él, dijera cuál sería su condena, eso sí lo comprendería. El abogado defensor tuvo su turno. Su discurso sonó elocuente, ya lo había repetido varias veces esa mañana, y en favor de don Gregorio agregó que además era un hombre cabeza de familia, padre de dos menores.

Un murmullo afuera de la sala, hizo que la jueza mirara su reloj,  ya casi era hora de la siguiente audiencia, otros campesinos esperaban su dosis de “estado de derecho”. Tras dos interlocuciones breves sentenció al acusado a pagar quinientos salarios mínimos vigentes, y asistir al ciclo de capacitaciones que el municipio le había contratado a la compañía agrícola, para que instruyera a los campesinos sobre la ley de semillas, y así evitar que incurrieron en más delitos por omisión.

Sonó su martillo y todos se pusieron de pie. Don Gregorio quedó meditativo, calculando cuánto dinero era la multa de su sentencia y abandonó la sala junto a su abogado. Al salir se reconoció en esas caras tristes que como él, dos horas antes esperaban ineludiblemente su turno hacia el cadalso.

Afuera, el abogado le ayudó a hacer el cálculo; equivalía a tres veces el valor de su parcela, don Gregorio se cogió la cara a dos manos.

—Tranquilo hombre, no tiene que pagar de contado,  si quiere yo le ayudo a hacer un presupuesto para que pague por cuotas —y le dio una tarjeta de presentación mientras le ofrecía la mano para despedirse, tenía que asistir a otra audiencia.

Alcanzó a dar dos pasos y se devolvió a decirle, señalándolo con el dedo índice a modo de advertencia.

—Eso sí, hay que pagarle al estado, sino ahí si lo meten preso — 

El siguiente lunes a las ocho de la mañana, don Gregorio se aproxima al salón municipal, va conversando con otros compañeros de infortunio, su semblante ha mejorado pero no ha vuelto a sonreír. 

El salón está medio lleno, mira alrededor, se fija en un enorme mueble con iluminaciones de leds, como el estante de una librería que exhibe sus bestseller, habían folletos coloridos, expuestos para que los asistentes se ilustraran sobre las patentes que protegían la propiedad intelectual de semillas de maíz, soya, arroz, frijol, papa y otros vegetales que aunque eran productos naturales, ahora le pertenecian a la corporación.

Don Gregorio tomó el folleto del maíz y se sentó en uno de los butacos de atrás. 

Un potente proyector se encendió reflejando un eslogan sobre el muro blanco para dar inicio a la presentación: “Bienvenidos al futuro”.

Autor: HAM BASHUR

Dirección Nal derechos de autor: 10-1089-358

1 comentario:

  1. Pues lo que expone este relato, no es ni tan ficción. En Colombia despues del TLC del presidente santos, en el Huila decomizaron cosechas enteras y las tiraron a la basura...
    El tiempo (periodico de mayor difusión) mimetizo la noticia, restandole trascendencia. (Ese periodo tambien es propiedad de la familia Santos) :(

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