Cuando Fidernando Márquez llegó a su casa, su hijo ya había muerto.
En el asiento trasero del coche descansaba el maletín de cuero italiano que contenía el contrato de exclusividad que concedía a la corporación la producción de la nueva epinefrina de liberación rápida. Él, como director científico, había perfeccionado esa fórmula durante los últimos tres años para salvar miles de vidas. Fidernando cruzó el umbral con el eco de los aplausos de la junta directiva todavía zumbándole en los oídos, saboreando el triunfo de haber vencido a la competencia.
Sin embargo, el silencio de la casa tenía una densidad química que lo perturbó. Su hogar no olía así. En el piso de la cocina, junto a la mesa de centro, yacía Mateo, su hijo de nueve años.
Fidernando, el ingeniero capaz de recitar de memoria la cadena molecular para detener un choque anafiláctico, se quedó paralizado un segundo. Luego, en un acto reflejo y tardío, se abalanzó sobre el cuerpo de su pequeño y lo cargó hasta su alcoba. Allí estaba Gabriela, su esposa, sentada en el suelo, reclinada contra la cama con la cabeza entre las rodillas, apretándose las sienes con fuerza. Al verlo, ella no gritó. Solo sollozó, como si se le hubiera acabado el oxígeno a ella también.
—No contestaste, Fider —susurró, sin acusación, solo con una tristeza infinita—. Te llamé mil veces. Entré en pánico... se puso azul tan rápido y yo... yo solo miraba el puto teléfono esperando que tú me dijeras qué hacer. Tú siempre sabes qué hacer.
Fidernando sacó su teléfono del bolsillo: el dispositivo seguía en "modo avión", una orden estricta que él mismo ejecutó para que nada interrumpiera su gran momento. Sintió el escritorio de su oficina, en la habitación contigua, como una bomba a punto de estallar. En el cajón inferior descansaba el autoinyector de tercera generación: el prototipo calibrado para que incluso un niño pudiera usarlo. No estaba bajo llave. No requería contraseña.
Era una ironía geométrica: el fármaco estaba a diez metros del cuerpo de su hijo, separado solo por una pared de yeso y una decisión caprichosa.
—No lo oí, Gabi. Tenía el bloqueo de red —logró decir con voz entrecortada.
—Fui una estúpida —continuó ella en un llanto tembloroso—. Si hubiera sabido algo de medicina... pero yo no soy como tú. Solo necesitaba que me atendieras, que me guiaras.
Fidernando salió al pasillo y se apoyó contra la pared. En su mente, la estructura molecular del compuesto empezó a proyectarse como un fantasma sobre el techo: $C_9H_{13}NO_3$. Tan simple. Una cadena de carbono, un anillo de benceno. Tres años calculando la biodisponibilidad para extraños, mientras el antídoto dormía en su escritorio, al otro lado del muro.
Repasó con asco el mezquino pensamiento que había dictaminado su secreto: “Un fin de semana de estos les enseñaré cómo usarlo... después del lanzamiento, después de que Gabriela se entere de lo que fui capaz”. Había guardado la salvación como quien esconde un regalo de aniversario, esperando el momento de máximo brillo para recibir el elogio de su mujer. Quería que ella lo mirara como a un dios de la ciencia.
Se dio cuenta de su arrogancia. Nunca se detuvo a enseñarle el mecanismo. Nunca le dijo que en una emergencia el miedo no se consulta. Había dado por hecho que ella siempre lo esperaría, como si su conocimiento fuera un aura que la protegería por simple proximidad. Tampoco había enseñado a Mateo, a pesar de que él mismo juró ante la junta que el diseño era para "manos pequeñas e intuitivas". No pensó en las manos de su hijo buscando aire, ni en los ojos de Gabriela buscando instrucciones donde solo había silencio.
Su ego había levantado un muro más infranqueable que el de su oficina. El teléfono no voló; se quedó quieto mientras el oxígeno se agotaba. Mateo tenía nueve años; nueve años que Fidernando cambió por una reunión y una dosis de soberbia.
El funeral fue una procesión de sombras. Los mismos hombres que brindaban cuarenta y ocho horas antes, ahora desfilaban ante el pequeño ataúd blanco.
—Lo sentimos tanto —susurró el director de producción—. Al menos tu investigación está a salvo. Eso le dará sentido a todo.
Fidernando no escuchaba. Sus ojos miraban la nada. En su mente veía el plano de su casa, los diez centímetros de yeso que lo separaban de la unidad 001, el trofeo de su intelecto. Gabriela, destrozada, se apoyaba en su brazo:
—Si tan solo hubiéramos tenido algo en casa, Fider... si yo hubiera sabido dónde buscar...
Él sintió una aguja caliente hundiéndose en su pecho. No le confesó que la cura estaba allí, a un brazo de distancia. No le dijo que, mientras ella golpeaba la pared pidiendo ayuda, él se ajustaba los auriculares de cancelación de ruido para redactar un contrato. ¿Para qué decírselo? Su castigo no sería la cárcel, sino la arquitectura de su propio hogar.
Aquel día enterró a su hijo y cualquier rastro de su propia humanidad. Su rostro se transformó en una máscara de mármol. Nunca volvió a sonreír. El hombre que diseñó el mapa para salvar vidas se había perdido en los diez centímetros de una pared que nunca quiso volver a cruzar.
Pasaron los meses. Gabriela no pudo resistir el peso del silencio y se mudó con su madre. Fidernando se quedó solo, buscando redención en el epicentro de su tormento. Al reincorporarse al trabajo, su actitud cambió. Se volvió huraño, redujo su equipo al mínimo y se obsesionó con una nueva fórmula no propuesta por la junta. Trabajaba con un ímpetu maníaco.
En pocos días logró el compuesto perfecto. No era un agente terapéutico que los otros conocieran. Pidió discreción absoluta a sus colegas. Al día siguiente, Fidernando no llegó al laboratorio. Su teléfono estaba, una vez más, en modo avión.
La policía forzó la puerta de su casa y allí, en el mismo sitio donde encontró a su hijo, estaba él. Frío. En su mano derecha apretaba el inhalador cargado con la esencia de su propia destrucción. A su lado, el antídoto descansaba intacto e impecable bajo la lámpara. Lo había dejado allí a propósito, para que fuera lo último que viera; para que en su agonía, el mirar la salvación y rechazarla le reafirmara que su voluntad de morir era tan fuerte como la negligencia que lo había condenado.
Había encontrado, por fin, su propia cura, la única redención que su mente científica podía aceptar: el derecho a sufrir exactamente el mismo destino que no supo evitarle a la persona que más amaba.