Letanías para un difunto

Aveces se abre una ventana que nos permite ver otro mundo, pero aparece la lucidez y la cierra.

—Quien cree en ti señor, no morirá para siempre…—   entonaba con su voz grave el cantor ciego, que guiaba los responsos. El resto de la procesión lo seguían armoniosamente, respondiendo las letanías que el cura pronunciaba en la cabeza del cortejo fúnebre. El cantor Iba detrás del ataúd, calculando cada paso, con la mano puesta en el hombro de su hijo, que le servía pasivamente de lazarillo. Igual que en los entierros olvidados, a los que mi madre  me llevaba de la mano en tiempos remotos.


Yo iba ahí, adormilado, cansado, junto a  la fiel Dioselina, que acompaño a mi padre durante toda la vida que yo recuerdo, y en su final le había tocado sola organizar su entierro. También participaba en los responsos, pero mentalmente, nunca me gustó cantar ni rezar de viva voz.
La brisa fría de noviembre, se empeñaba en recorrer la procesión en sentido contrario, esparciendo una  aroma de astromelias  y crisantemos frescos que venía del cementerio.

Mientras yo tosía, procuraba tapar todo el pañuelo con la mano, para evitar que Dioselina lo viera embadurnado de sangre. Trataba de ver sobre mi hombro a los que venían atrás, como buscando un rostro conocido. 
Mi pulmón me negó otra vez el aire para contener la tos y sentí convulsionar de nuevo.

Volví a notar a pesar del clima, que al entierro había venido mucha gente. Algunos cargaban un cirio encendido, que la brisa no apagaba, habían mujeres con  chalina, a la usanza antigua, y caminaban impávidos en ese frío gélido que carcomía los huesos.

Creí ver rostros que suponía conocidos pero mi cansancio no me permitía recordarlos, y cuando volvía a buscarlos con los ojos,  se me hacían difusos, como si una neblina envolviera toda la procesión. Por un breve lapso de tiempo, sentí que volvía a despertar, como cuando me recupero de un desmayo, y volvió ese sopor que me domina cuando toso demasiado. Me aferré de Dioselina para no desfallecer.

Al salir del  cementerio me impresionó la frescura del aire, la soledad y quietud de las calles del pueblo, en contraste con el gentío que formó la procesión minutos antes.

Yo seguía agarrado a Dioselina, que aunque podría tener la edad de mi madre, me sostenía con firmeza.
—Sé que está cansado de su viaje, pero le invito un café en la posada, a usted siempre le gustó ese lugar— Me convidó ella.
Aunque llevaba veinte horas sin dormir, acepté la invitación. Ese sitio me era grato, aunque ya los recuerdos del lugar se me iban diluyendo.
Ya no estaba la casera que mi memoria relacionaba con el lugar, pero lo demás si estaba intacto, como una fotografía.

Pedimos aguas aromáticas y nos sentamos mirando a la plaza.
—Pobre don Nicanor, hasta la misa le quitaron —dijo, como preámbulo de lo que me iba a contar. Le agradecí por cuidar al viejo, y le pedí que me contara sobre sus últimos días.
—yo creo que él se enfermó fue de tristeza —dijo, 
—Cuando el gobierno le quitó la finca, cambió mucho, dejo de leer sus libros viejos, comía menos, y empezó a ponerse triste. Pero lo que más lo desconsoló fue el cierre de la iglesia. Su devoción era ir a misa el primer viernes de cada mes y los domingos, pero el cura también se fue, porque ya casi nadie iba a misa —

La interrumpí sin querer con mi ataque de tos, busqué en mis bolsillos, un pañuelo limpio, pero los tres que cargaba estaban embadurnados de sangre, me tapé la boca con mi antebrazo. La mancha de sangre la disimulé, cruzando los brazos para seguir poniéndole atención.

—Está muy pálido don Mijaíl, parece un muerto —
Le dije que sí, que estaba un poco enfermo y le pedí que me terminara de contar sobre los últimos días del viejo.
—Al final perdió la fe — continuó su remembranza.
—recuerdo que alcanzó a decir que Dios lo había abandonado, cuando quedó tullido, que solo le quedaba encomendarse a las ánimas benditas del purgatorio, y desvariaba en las noches hablando solo, al otro día me decía que había conversado con mengano o zutano. Yo prefería no decirle que esas personas hacía mucho tiempo se habían muerto. A los pocos días perdió el habla, y así quedó hasta que murió.

Quedamos un rato en silencio. No quería contarle que yo también me estaba muriendo, aunque supuse que ella lo intuía.

—Me gustó el funeral del viejo— dije, y pedí dos aromáticas más y continué:
—Fue como si hubiera ocurrido hace cien años; los responsos del cantor, con su voz de tenor, el olor a crisantemos, el gentío en la procesión…—

—No desvaríe usted también, don Mijaíl —me interrumpió ella —además del cura y los cargueros, solo estábamos usted y yo. Don Epifanio el cantor, murió hace años y en este pueblo ya no hay flores— dijo Dioselina, mientras revolvía su pocillo de agua caliente con hojas de yerbabuena.

FIN

Letanias para un difunto - CC by-sa 4.0 - Ham Bashur

Registro Nal derechos de autor: 10-740-288

9 comentarios:

  1. O sea que el hombre tuvo una alucinacion?

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  2. Que miedo. Con razón los veía como en una neblina. Era una procesión de fantasmas, o de almas..

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    1. Si. Aunque no hay suficiente descripción del contexto en el relato, la idea es que el difunto era un rezandero devoto de las animas benditas, y cuando murió, estas también rezaron por él.

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    2. realmente fascinante!!!

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    3. Me alegra mucho, que le haya fascinado.

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  3. Genial, cuando publican el libro?

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  4. Me quedé alucinando también

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  5. Me gustó la narrativa, precioso relato.

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