El tigre y el caporal - SOS Amazonía

Bordeando el Orinoco hacia el oeste, mamá jaguar caminaba con sigilo entre el espeso verdor, pero se detuvo sorprendida ante el cambio abrupto que se encontró ante sus ojos; la mitad del mundo, hacia donde se oculta el sol, había desaparecido. Trepó en un tronco esvarejado y se agazapó, posando el hocico entre sus garras; agudizando su mirada y su oído para tratar de comprender lo que veía. A lo lejos se libraba una batalla a muerte contra el indefenso bosque; gigantes cedros y ceibas sucumbían, ante sus prepotentes adversarios armados de hachas y motosierras, y mamá jaguar sintió por primera vez dolor y junto con la selva también lloró, porque el llanto de la selva se expresa en el sonido de un árbol al caer.



Las motosierras se apagaron, pero el ronroneo de otros motores se propagaba por la jungla como espectros invasores; la maquinaria amarilla la percibía el felino como grandes monstruos que transportaban troncos entre sus enormes fauces. Los acercaban al borde del río desde donde eran transbordados en planchones río abajo. En el cielo comenzaron a aparecer las primeras estrellas y una tenue brisa húmeda apresuró los peones a terminar su faena.

Mamá jaguar y el tronco se hicieron uno, por el tiempo que pasó hasta que llegó la noche. Y cuando los sonidos de su mundo conocido volvieron, bajó del tronco y siguió caminando en la penumbra. Era hora de la caza, habían pasado tres días sin probar bocado y en una oculta madriguera dos juguetones cachorros esperaban que mamá regresara con comida. El ruido de la invasión había ahuyentado hasta las serpientes, escaseaban las presas en su habitual corredor de cacería, entonces decidió explorar en zona plana y se adentró en el área inicialmente deforestada, que el hacendado le había quitado a la selva para extender su hato.

Entre el ganado habían vacas recién paridas y el único rastro de humanidad en ese momento, estaba a más de cien metros; una tienda de campaña con una lámpara encendida adentro y un caballo amarrado del cabestro a una estaca. Los terneros estaban apartados, amarrados con cabezal y una endeble cabuya enredada en el rastrojo. Mamá jaguar afinó su mirada y sus sentidos, hacia el más próximo y como flotando en la hojarasca, se aproximó al inocente becerro como sombra sigilosa.

El breve berrido de la criatura, alertó al resto del ganado, que paró de pastar y en estado de alerta caminaban impacientes. La vaca madre del ternero mugió, y el cuidandero del hato saltó de la tienda con escopeta en mano. Mamá jaguar corrió hacia la frontera de su mundo y se escabulló entre la maleza, sujetando su presa por el cuello, mientras bandadas de pájaros revoloteaban en estampida por los estruendosos disparos de escopeta que irrumpía el inicio de la noche.

Un tigre asesino, se está comiendo el ganado”

Fue la noticia que al siguiente día se difundió por toda la región, y en la emisora de radio se promovió su cacería, con un incentivo: “En el hato santa Clara, ofrecen medio millón de pesos, por su cabeza".

Al corregimiento de San Luis, había llegado un montaraz vaquero que buscaba empleo como caporal, pero no fue por caporal que entró al hato Santa Clara, sino por la reputación de fiero cazador de su abuelo, que el hacendado lo contrató con la convicción de que ese era el hombre que necesitaba para proteger su hato, cuyo linderos se agrandaban progresivamente al sur. Le asignó una cuadrilla de siete peones, diestros con la soga y la escopeta, para que lidiara con las nuevas extensiones de su hato, pero primero tenía que liderar la cacería de la bestia feroz.

Mañana será el día —les dijo a sus hombres esa noche, mientras degustaban una mamona al calor de una fogata. —Saldremos al medio día, los tigres prefieren cazar de noche, y por la tarde dormitan perezosos cerca de su madriguera—

¡Cuéntenos de usted, camarita! —le propuso uno de los peones, intrigado por la inusual confianza que el patrón le daba a ese desconocido.

Mi nombre es Vladimiro Ballesteros, soy nieto de Salustiano Ballesteros, el cazador más mentado en toda la Orinoquía; una vez en una faena de solo dos días mató ocho cuartinajos, cien pájaros y un tigrillo… —hablaba con altivez, convencido de que matar animales era una gran virtud y que él la había heredado de su abuelo.

Y por qué mataba tantos pájaros— preguntó otro peón, que no consentía mérito en tal habilidad, sino repudio.

En la época de mi abuelo, el jueves de corpus había que adornar los pasos con ofrendas, y más de la mitad de las sartas de pájaros, que adornaban los pasos, los mataba él con ésta misma que yo heredé. Una rémington de dos cañones —

Después de evocar las hazañas de su abuelo, continuó con las propias.

Yo hago algo mejor que mi abuelo —dijo.

Qué, ¿colecciona pájaros muertos? —preguntó otro peón.

No, solo sus picos. Tengo como cincuenta distintos, en una pared, en la casa de mi madre —

Tengo de chenchenas, corocoras, guacharacas, garzas morenas, y hasta el de un zamuro —enumerando con los dedos hasta alzar las dos manos, dando a entender la infinidad de su colección. Se desabrochó la camisa y mostró un collar, del que sobresalía como un talismán, el pico de un ave.

Este, es el pico de un gavilán colorao, —dijo orgulloso, enseñando su trofeo sin quitarse el collar.

¿Y porque carga con eso? —preguntó otro.

Nadie tiene uno como estos, porque es muy difícil ver un gavilán colorao hoy en día— contestó mientras se abotonaba la camisa.

Ya no hay gavilanes coloraos, porque hay gente que los mata —replicó el mismo peón, que le increpó antes, esta vez con tono de enfado.

Hubo un breve silencio, el peón que replicó se levantó y se fue a dormir, otros hicieron lo mismo y solo dos se quedaron oyendo las proezas del nuevo caporal, que reanudó su relato, hasta que se extinguió la fogata.

En la mañana aperaron los caballos, y durante el almuerzo el caporal sentenció que siete eran muchos.

¡Yo quiero ir con ustedes! —dijo Andres, el hijo del hacendado. Un joven universitario que estaba ahí, de vacaciones con su novia, y había estado expectante de lo que acontecía.

Es peligroso, joven Andres —le advirtió el caporal.

Yo sé disparar escopetas, pistolas y lo que usted quiera —le replicó el muchacho con tono altivo. Fantaseaba con esa aventura para impresionar a su novia, se imaginaba regresando victorioso, como el príncipe Sigfrido, que enfrentó al gran dragón para encantar más a Krimilda.

Se alistaron cinco, incluido el hijo del hacendado, y partió la recua encabezada por el peón más avezado en esos caminos. A las tres de la tarde, llegaron al lugar donde tres días antes el felino había cazado al becerro. Le dejaron los caballos al cuidandero y siguieron a pie, para penetrar la manigua. El caporal les instruyó la incipiente estrategia de avanzar en paralelo, pisar suave manteniendo contacto visual entre ellos, y no disparar hasta estar totalmente seguro.

Estando ya selva adentro, uno de los peones alertó con la mano sobre un hallazgo. Levantó la cabeza desmembrada del becerro y los demás se agruparon en torno a él. Fue fácil dar con la madriguera, debido al inocente jugueteo de dos cachorros de jaguar, en un follaje de abelias y belladonas bajo la sombra de una frondosa ceiba, en la que su madre les enseñaba a trepar y cazar pájaros y monos. Uno de ellos, sentado en posición felina los miraba fijamente, mientras el otro correteaba en torno suyo, como buscando reanudar el juego.

El caporal levantó la mano, pidiendo ser el que iría adelante, para enfrentar las bestias. El pequeño cachorro lo miraba fijamente, escrutándolo con curiosidad gatuna, y sus ojos como aceitunas brillantes no parpadearon, hasta que el primer disparo le perforó la cabeza con varios perdigones, y por la fuerza y distancia del impacto, éste rodó por el suelo, como cuando se tira un oso de peluche.

El segundo disparo hacia el otro cachorro falló, pero el tercero lo desgajó de una rama y cayó agonizando al lado de su hermano. Como aún movía sus patitas, fue ultimado por otro disparo en la cabeza. El caporal se terció la escopeta al hombro y cogió los dos cachorros por las patitas, uno en cada mano, los levantó como trofeos y se volteó hacia sus compañeros de faena, como un campeón victorioso esperando una ovación.

¡Pero qué mierda acaba de hacer, son apenas dos bebes! —le reprochó el hijo del hacendado. Los otros lo miraban también con gesto de desaprobación.

Bestias son bestias, sin importar el tamaño —contestó el caporal, les dio los cachorros a los peones y ordenó el regreso.

Durante el camino de vuelta, gastó la munición que le quedaba y la de uno de los peones, matando cuanto pájaro veía. Recogía en su mochila solo uno por especie y los otros los tiraba. —Este chiribiquete esmeralda, me hacía falta—dijo, recogiendo uno de plumaje verde, que cabía en un puño bien cerrado.

Cuando llegaron a la casa, mientras los peones quitaban los aperos y organizaban la caballeriza, el caporal se ocupó de sus presas. Esparció la mochilada de pájaros en una mesa y minuciosamente les arrancaba el pico con una navaja y los guardaba en la mochila, y el resto se lo tiraba a los perros.

El patrón se ocupaba en esos días, del negocio y embarque de la madera. Llegó antes del anochecer y encontró a sus peones discutiendo sobre la actitud matarife del nuevo caporal, que seguía ensimismado arrancando picos en una mesa apartada.

Su hijo se quejó de la muerte de los cachorros de jaguar, pero el viejo aprobó la actuación de su nuevo caporal, y ordenó despellejar los pequeños felinos. Con lo que no estuvo de acuerdo fue con el asunto de los pájaros.

Vladimiro, mañana no me venga aquí con pájaros, yo quiero es la cabeza del tigre, o sino búsquese otra hacienda —

Sí señor —contestó el caporal, y se retiró hacia la mesa de los peones, buscando indulgencia.

No es para tanto, camaritas, son solo pájaros—decía, mientras unas mujeres traían de la cocina sopa caliente.

Al siguiente día, salieron más temprano. El caporal decía que la madre de los tigrillos debía estar cerca.

No son tigrillos, son jaguares, es que no reconoce las pintas en el pelaje?, los tigres tienen rayas, los jaguares pintas negras como mariposas —le refutó el hijo del hacendado.

Pa mí, —contestó el caporal —todos los gatos grandes son tigres —y siguieron en silencio.

Llegaron un poco antes a la madriguera donde el día antes había matado los críos de jaguar. El viento y la jungla habían borrado incluso las huellas de ellos mismos. Lo único que prevalecía eran los rasguños en la corteza de la ceiba. El caporal sugirió adentrarse más en la jungla, tenía la idea de encontrar una madriguera en entorno similar; un follaje de arbustos cortos, cerca de árboles muy grandes.

Más adentro, no me sé orientar— advirtió el peón que fungía como guía. Sin embargo el caporal no respondió y siguió adelante caprichosamente. La selva se hizo más espesa y el follaje impedía el contacto visual entre ellos. El hijo del hacendado se sintió libre del control del caporal y asumió el objetivo como un reto personal, avanzó apuntando su escopeta hacia un montículo en el que sus ojos cansados dibujaron un jaguar echado sobre un tronco, perdió la precaución de pisar suave y el sonido de ramas resquebrajándose sobre la hojarasca, alertó al caporal que estaba cerca, éste se aproximó guiado por el sonido, Los ojos brillantes del primer cachorro que mató el día anterior, se le multiplicaron en su campo visual, los presentía detrás de cada árbol, en cada rama que se movía en lo alto, y de pronto lo presintió oculto en la espesura, cerca de un tronco en el que supuso, dormitaba por las tardes. Apuntó su arma al borde del grueso tronco y un tigre se dibujó en sus ojos y Vladimiro, desahogo su ansia reprimida de disparar su escopeta.

Un quejido, que no era de tigre, advirtió a los cazadores lo que había pasado.

Todos rompieron el sigilo y fueron corriendo a ver. Tendido en la hojarasca, Andres se apretaba el estómago con sus manos. El charco de sangre crecía ante los ojos atónitos de los peones, que lamentaban lo que estaban viendo.

¡Pero qué mierda. Por qué se metió ahí! —refunfuñó Vladimiro, mientras uno de ellos improvisaba un torniquete con su camisa, para vendarle la herida.

Ahora si la cagaste, camarita— le reprimió el guía, y Vladimiro pateaba un tronco con desesperación. —Vida hijueputaaa…. —rugía Vladimiro mirando al cielo.

Tácitamente el mando pasó al peón que fungía de guía. Dos de ellos se terciaron la escopeta y echaron mano de sus machetes, pelaron dos palos, e improvisaron una camilla con sus camisas y cinturones, acomodaron al herido y emprendieron la retirada.

Vladimiro se quedó sentado junto al mismo tronco testigo de la tragedia, con los ojos turbados, deseando revertir esos últimos minutos, como jamás había deseado otra cosa en su vida, mientras sus ex subalternos regresaban con el cuerpo moribundo del hijo de su patrón.

El camino de regreso se hizo escabroso, por las condiciones y la carga que llevaban, se turnaban cargando la camilla en hombros y no descansaron hasta llegar a la hacienda entrada la noche, con el cuerpo sin vida del joven Andres.

Vladimiro caminó en sentido contrario, bordeando el límite que la deforestación había trazado hasta el corregimiento de San Luis. Llegó al alba y cruzó con sigilo las primeras casas de tablas rústicas y techo de lata, atravesó un solar desolado y se dejó caer derrotado en un pastizal, queriendo no despertar, pero despertó cuando el sol empezaba a ponerse en el cenit. Caminó hasta la cantina donde justo una semana antes se había enterado del funesto anuncio que lo había llevado a su desgracia. Pero antes de entrar, vio un nuevo anuncio con una recompensa diez veces mayor, que había reemplazado el de la búsqueda del tigre:

Vladimiro Ballesteros

Se busca vivo o muerto

Recompensa: 5 millones de pesos”

Y en el centro del anuncio, su foto a todo color.

Retrocedió antes de pasar el umbral de la puerta, se bajó el sombrero y deshizo su camino. Sintió de repente que ojos furtivos lo miraban desde todos lados y corrió de regreso al sur, a la manigua para esquivar sus cazadores imaginarios. Se detuvo en un arroyo y tomó varias bocanadas de agua, las degustó como si fuera la primera vez en su vida que saciaba su sed.

Los brillantes ojos del cachorro volvieron a multiplicarse en su mente perturbada, y veía un tigre detrás de cada rama que el viento movía. La selva impuso su autoridad con sus sonidos, olores y colores, mientras lo absorbía como al centro de un espiral y el rugido real de mamá jaguar le advirtió que no había escapatoria. Solo ella lo seguía de cerca sin que ninguna otra criatura de la jungla interviniera en la caza del infame cazador. Vladimiro corrió en sentido contrario a donde oyó el rugido, pero ella le salió de frente, y el cazador vio la cara de la muerte en forma de felino, mientras unos colmillos afilados como sables se hundian en su garganta.



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El tigre y el caporal - CC by-nc 4.0 - Ham Bashur

3 comentarios:

  1. Unos lo llaman Karma. Por mi parte, le llamo arrepentimiento culposo inconsciente.

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  2. Me gustó eso de “el llanto de la selva se expresa en el sonido de un árbol al caer”

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  3. La naturaleza se cobro' el crimen cometido por elcazador contra dos cachorros de jaguar, lo lamentable que en primera instancia se cobro' la vida del hijo del patron, quien en principio reclamo' al caporal por la muerte de los cachorros, por lo que encontro lamuerte el caporal en los colmillos de mama jaguar,,.

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