Un trance inesperado

 Elisa cerró los ojos, hundiéndose en el terciopelo gastado del diván. A su lado, la doctora Elena —la psíquica— entonaba la regresión con una voz grave y monótona. La meta era clara: encontrar la raíz de un trauma antiguo, exponerlo a la luz y desterrarlo para siempre.

—Viaja, querida Elisa. Vuelve a ese momento, al punto de origen —susurraba la terapeuta, mientras el humo de sándalo flotaba en el aire.

Elisa sintió que su conciencia se desprendía del cuerpo. Al principio, el viaje fue una oscuridad turbulenta, un río de emociones pesadas y grises. Pasó por la periferia de su dolor, sintiendo el frío familiar del abandono. Pero, en lugar de detenerse y confrontarlo, un impulso la guió hacia adelante, a través de una grieta dorada en el tiempo.

Y entonces, todo cambió.

No era un recuerdo: era un estado. El paisaje era etéreo, bañado por un sol perpetuo de un color que no existía en la realidad. Flotaba en un aire cálido que le besaba la piel, y en su oído sonaba una melodía que era la esencia misma de la aceptación y el amor incondicional. En ese lugar su alma no tenía heridas, ni expectativas, ni miedo. Era la encarnación de la paz perfecta que siempre había buscado. Encontró un jardín de luz, se sentó en un banco blanco —como de mármol, pero con la textura de una nube— y decidió que el trauma ya no importaba. Lo que había hallado era mejor que cualquier sanación: era la felicidad absoluta.

En la sala de terapia, la doctora Elena sintió un cambio abrupto. El pulso de Elisa se había estabilizado, y la tensión de su rostro —propia de quien confronta su dolor— había desaparecido. En su lugar, había una serenidad absoluta. Demasiada.

—Elisa, es hora de volver. Necesitas regresar y anclar la curación —ordenó la psíquica, con la voz más firme.

El silencio fue la única respuesta. La doctora Elena se inclinó y le dio un toque suave en la mejilla, un estímulo físico para romper el trance.

—Elisa… ¡ahora!

La paciente no se movió.

Con una mezcla de preocupación e irritación, la psíquica chasqueó los dedos una, dos, tres veces; luego golpeó con fuerza la palma de sus manos, como en un gran aplauso. La paciente seguía inmutable. Entonces le dio una cachetada: una agresión mínima, desesperada, para sacudirla y traerla de vuelta. Pero, en lugar de despertar, los labios de Elisa se curvaron en una gran sonrisa.

Era una sonrisa beatífica, profunda, nacida de un lugar de inmensa dicha. Parecía decir: no necesito regresar, y no lo haré.

La doctora Elena sintió un escalofrío. Repitió la cachetada, un golpe seco. La sonrisa de Elisa se ensanchó, llena de una paz tan inquebrantable que no cabía duda: la paciente había elegido el paraíso inducido sobre la curación de su vida real. Sus ojos permanecían cerrados, pero en su rostro resplandecía el fulgor de alguien que, por fin, había llegado a casa.